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Dar es Salaam: una ciudad a vista de camioneta

Sumérgete en el caos y la vitalidad del tráfico en Dar es Salaam, Tanzania. Descubre cómo un atasco puede convertirse en una experiencia única.

Por Brezo Cardeñosa

dar_es_salaam_tanzania.jpg Foto por Brezo Cardeñosa

Son poco más de las tres de la tarde y estamos a punto de meternos de lleno en el infame y temido tráfico de Dar es Salaam. Así que, como se supone que era de esperar, nuestra camioneta no logra llegar muy lejos una vez entramos en una de las infinitas carreteras principales. No tardamos ni dos minutos en ocupar las últimas posiciones de un masivo atasco que se propaga como la pólvora por las vías subyacentes y llega a extenderse cual telaraña infinita hasta más allá del horizonte.

Sin probabilidad alguna de significativo movimiento en unas cuantas horas —y no han pasado ni quince minutos— me preparo para sobrellevar la interminable espera de la mejor forma posible. Estiro bien las piernas, pruebo a acomodar de nuevo mi trasero —acartonado después de más de 10 horas de trayecto— a un asiento ya más cedido que el chicle y me acurruco en la ventana para intentar conciliar un poco de sueño. Mi esfuerzo por sucumbir al letargo queda, sin embargo, saboteado por el singular e interesante escenario costumbrista que se cuela por la ventana de la camioneta. Escenas de una vida urbana de lo más caótica, pero llena de contagiosa vitalidad y que no dejan de sorprenderme.

La altura de la camioneta —le sacamos un par de metros a los vehículos colindantes— otorga además una visión privilegiada de la panorámica que nos rodea y me da la oportunidad de analizar el peculiar sarao con detenimiento. Llama mi atención la anárquica y pintoresca distribución callejera protagonizada por un sinfín de improvisados y variopintos puestos —muchos de ellos móviles— de todo tipo de mercancías. Hacinados alrededor del borde de la carretera, se despliegan pletóricamente por la infinita avenida creando una imagen única y de lo más singular donde todo vale.

Y es que tan pronto se ve un carro de frutas —las manzanas, naranjas, plátanos y papayas son las más comunes, si bien no las únicas— como uno de calzado, en este el vendedor exhibe calzado de segunda mano y de lo más dispar, ya que algunos de los zapatos que componen los pares parecen coincidir en talla pero no en modelo exacto. O bien se ve un puesto de verduras —en su mayoría de tomates expuestos encima de una sábana en el suelo o lechugas dispuestas en una especie de mostrador de madera— al que le sigue otro de discos —donde se muestra mayormente la discografía naciona— que se codea con uno de palanganas de plástico, otro de maíz y uno de manzanas donde también se venden zumos. Tampoco faltan los puestos de ropa con prendas apiladas sin ton ni son y a tutiplén. Estos se escurren con gracia entre el conglomerado de mercancías y potencian aún más una extravagante mezcla que otorga al lugar una personalidad única.

Protegidos muchos de ellos del intenso calor por ajadas sombrillas patrocinadas por Tigo —una de las compañías de telefonía local— o FNB —la compañía bancaria nacional— compiten entre ellos por colonizar una minúscula parte del ya menudo territorio que hace las veces de acera. En su hazaña por conquistar su parcela diaria, estos se ven también obligados a compartir la preciada ‘milla de oro’ no solo entre ellos sino también con novedosas tiendas de electrónica, ultramarinos, farmacias, carnicerías e improvisados restaurantes de cocina local —entre otros muchos negocios— además de bares con sus consiguientes terrazas —un par de mesas y sillas de plástico dispuestas por la calle al tun tun— y una marabunta de transeúntes que se mueven por estos lares como pez en el agua. Un deleitable mejunje urbano de lo más entretenido cuyo sistema —aunque caótico e incomprensible a primera vista— parece funcionar a la perfección.

Es un estridente pitido de bocina el que hace que mi curiosidad, ahora centrada en las peculiares escenas ofrecidas por los interesantes pasajeros del autobús vecino, se dirija ahora a la hilera de coches que rodean la camioneta por la parte que da a mi ventana.

dar es salaam tanzania

Los conductores de varios vehículos pitan de manera frenética a un mototaxi —una especie de motocicleta de tres ruedas con techo y asiento incorporados— que consigue colarse entre los milimétricos espacios que quedan entre los apelotonados coches con milagrosa destreza. Las arriesgadas y aventuradas maniobras de las que se vale para escurrirse entre el resto de vehículos desatan la furia de unos cuantos conductores que salen de sus vehículos coléricos para deshacerse en injurias e improperios hacia el mismo. Aunque, no es que les sirva de mucho porque el mototaxi —cada vez más lejos de nuestro campo de visión y ajeno a todo el circo que se ha montado en su honor— se desvanece como un relámpago entre filas infinitas de vehículos siendo el único capaz de sortear el embotellamiento con tremendo éxito. Un hecho que potencia aún más, si cabe, la frustración de las decenas de conductores que se apiñan a las puertas de sus coches desencajados y fuera de sí al tiempo que provoca la envidia de todos los que nos quedamos atrás.

Y justo cuando el ambiente amenaza con calentarse en demasía aparece de la nada, y como por arte de magia, un carro ambulante de refrescos y comida que se mueve entre los coches con la misma maña y maestría que el mototaxi. Si bien, esta vez su presencia —a diferencia del mototaxi— es bienvenida y hasta aplaudida entre los mismos conductores. Aplacados por lorcas de maíz, yuca y palitos con carne los mismo conductores que hace unos segundos echaban bilis por la boca parecen olvidarse del incidente del mototaxi ipso facto y consiguen calmar su rabia e irritación entre bocado y bocado.

Además de comida el carro ambulante parece haber traído también una inesperada dosis de fortuna. Poco después de su fugaz aparición, se obra el milagro que andábamos todos esperando. El tapón empieza a dispersarse y hacemos amago de movemos otra vez. Y, por primera vez desde que iniciamos el atasco —hace ya casi dos horas y media— la carretera parece tomar vida propia con centenares de vehículos que empiezan finalmente a circular sobre su asfalto de forma consistente. Una circulación que aunque especialmente lenta —vamos pisando huevos— vuelve a inundar nuestras esperanzas de salir por fin del condenado atasco.

Sin embargo, la inesperada movilización pilla a muchos desprevenidos ocasionando un revuelo caótico que se convierte en el rey del asfalto durante varios minutos. Hay conductores que tardan en reaccionar y volver a sus vehículos —supongo que aun incrédulos ante el inesperado giro de acontecimientos— mientras otros, ansiosos ya por poder avanzar, abuchean con sus bocinas a los primeros. A pocos metros, además, una sorprendente marabunta de gente espera ansiosa la llegada de un autobús que ya va hasta la bandera. Y, mientras intento descifrar como conseguirán los nuevos pasajeros meterse en el repleto autobús, veo como el vendedor ambulante es el único que desaparece con la misma discreción y gracia con la que ha aparecido.

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Para sosiego de todos, la vuelta a la circulación supone ser definitiva. Si bien es cierto que avanzamos por la carretera a paso pedo burra, no nos volvemos a quedar parados. Pasado uno de los tramos principales, empezamos ya a coger velocidad —aunque nunca llega a sobrepasar los 10 o 20 km por hora— y entre traqueteo y traqueteo —no faltan los baches— el sueño va venciendo y acabo cayendo en un placentero sopor.

Después de casi 10 horas de trayecto y otras dos de atasco me levanto ante una postal casi idílica. Un pintoresco lodge a pleno pie de playa con mucho encanto y un ambiente de lo más relajado. Ha merecido la pena recorrer media ciudad para llegar hasta aquí.

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Última edición: 10.10.2024