Estaba una tarde de otoño paseando, y algo me llamó la atención, un abrigo rojo cobrizo que me deslumbró desde un escaparate. Y lo compré.
Las personas son como un abrigo de Cashmere falso. Al verlo, piensas que es de la más alta costura, que será tu amigo incondicional y que nunca te abandonará.
El reluciente color rojo que rezuma amor y pasión por todos y cada uno de los poros que lo componen; el negro de sus grandes y redondos botones que se encargarán de protegerte del frío y de todo lo que venga. Negro, el color de la elegancia, la muerte, el misterio y la soledad que aguarda en el interior de ese rojo profundo.
El algodón del cual está hecho esta prenda sabes, en el fondo, aunque te niegues a admitirlo, que en algún momento se romperá; el color rojo del algodón con el paso del tiempo desteñirá; y los botones negros que te protegían de aquel frío de invierno, se caerán.
Pero hay un problema, y es, que aún no te has fijado en lo que ese abrigo esconde, ese color rojo cobrizo y el negro intenso que tú creías verdadero, es falso y todo este problema tiene su origen en no haber mirado la etiqueta antes de comprarlo. En ese momento, reflexionas y te preguntas porqué no la miraste y te lanzaste al vacío sólo por el mero aspecto.
Y entonces, te pones a pensar en todas aquellas prendas de ropa verdaderas que tienes y nunca te diste cuenta hasta este momento. Pero piensas una cosa, y es que no necesitabas otro abrigo, que ya tenías muchos, y te maldices por no haberle dado la importancia que merecían aquellos abrigos de Caramelo, los bolsos de Pedro del Hierro o esos zapatos de Louis Vuitton que llevan aguardando 2 años en tu armario esperando a que, algún día, con un poco de suerte, pudiesen volver a verte. Todo esto pensaba yo cuando me lo había comprado.
En aquel momento, quise desesperadamente decirle a todos y cada uno de los amigos que dejé atrás: “¿Te acuerdas de mí?”
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Última edición: 05.06.2023