En aquel cajón de la cocina dejé las llaves que tantas y tantas veces me abrió la puerta de casa.
En la alfombra me limpié los pies por última vez al salir, no sin antes mirar atrás y observar todo el amor que dejaba allí dentro.
Recuerdos, momentos, cafés con amigas, lágrimas de desamor, noches de sofá y escritura mientras escuchaba llover…
Los más de dos años que habité aquel apartamento que me enamoró desde el primer día, pasaron rápidamente por mi cabeza.
Sabía de sobra que la nostalgia vendría a buscarme cada noche por un largo tiempo, encargándose de traerme olores y fracciones de aquella etapa tan maravillosa que viví frente al mar.
Las tardes en las que me tumbaba en la bañera con un par de velas que se llevaran el cansancio, los atardeceres que, con una copa de buen vino, me recargaban de energía, el olor a mar los días en que soplaba el levante, el ruido de las olas en la madrugada cuando el temporal acechaba, los besos que no di cerrando la puerta para huir de ellos, las notas que escribí para recordarme que era feliz estando sola.
Mi vida cambió cuando él llegó y la vida vino a llenarme por dentro.
Desde el primer día habitando en mí supe lo que significaba el amor incondicional, el instinto de protección. Y entendí que debía marcharme a un lugar donde al menos hubiera una habitación más, con la cercanía de quien nos pudiera atender cuando lo necesitáramos.
Y entendí que cerraba aquella etapa que tan feliz me hizo, en la que tan feliz me hice. Una etapa donde me mimé, me puse como centro, me viví, más que nunca, me disfruté, me permití ser como era sin miedo al reproche, a la no aceptación.
Me permití reír cuando quería, hablar con quién quería.
Hacer deporte, descansar, leer, salir, bailar, cenar con amigas… me permití ser yo, con mis cosas buenas y las no tan buenas, con mi carácter asqueroso al levantarme y mi café de primera hora en silencio.
Me sentí, como nunca antes lo había hecho, y sin ser consciente que sería la última vez.
Cerré la puerta y le di la espalda al lugar donde, me atrevería a decir, fui la más feliz del mundo, para adentrarme en una aventura que se convertiría en el centro de toda mi vida y para el resto.
Siete meses más tarde, volví a nacer, como persona, como mujer, como madre.
Siete meses más tarde empecé la experiencia más brutal que he vivido nunca.
Siete meses más tarde, dejé de vivirme y pasé a vivir para otra persona, a cuidarla, amarla y entregarle todo lo que tenía, incluso mi tiempo.
Siete meses más tarde, pasé a ser actriz secundaria de mi propia vida, dejé de ser la protagonista, dejé de ser mi prioridad.
Y desde entonces, el olor a mar, la puesta de sol con el buen vino, las tardes de sofá mientras escribía notas, las noches de salidas, los besos que no di, pasaron a ser el recuerdo y la nostalgia que me visitan, con frecuencia, cada noche.
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Última edición: 18.03.2023