Las vistas desde el mirador de Bondi refrendan la grandiosidad del lugar y ratifican una vez más su extraordinaria esencia. La panorámica ofrece, asimismo, una magnifica perspectiva del Bondi Icebergs Club. Un coqueto edifico que dada su sutil ubicación se erige como una de las piezas angulares de la estilosa postal que se divisa desde el mirador y la completa añadiendo el toque final a un glamour playero ya exquisito. Las responsables de otorgar a Bondi un marco idílico son dos maravillosas piscinas de agua natural que se integran a la perfección en un océano infinito y ofrecen un potente contraste de destellantes azules. Fascinada con la formidable imagen que se proyecta ante mí, me quedo pensativa unos segundos mientras observo el habilidoso estilo mariposa de varios de los nadadores que cruzan la piscina de mayor tamaño una y otra vez sin despegar la cabeza del agua.
—¿Serán conscientes del enclave tan privilegiado en el que nadan?
La panorámica que admiro es tan solo el punto de partida del espectacular sendero que serpentea la costa por soberbios acantilados y descubre pintorescas colinas donde habitan presumidas casas costeras. Es aquí donde la naturaleza de la ciudad se expresa en su forma más salvaje y autentica, ofreciendo majestuosos paisajes costeros- que llegan a quitar el hipo- y otorgando a los caminantes una poderosa sensación de plenitud.
La primera etapa del paseo nos lleva- voy con mi amigo Jesús- hasta un acantilado que deja boquiabierto a todo aquel que aterriza en este enclave. Océano y tierra se fusionan en una sola unidad formando un imponente horizonte de pequeñas bahías de agua aturquesadas custodiadas por gigantes de caliza que albergan a su vez algunos de los barrios costeros más selectos de la ciudad. Un ecléctico contraste entre lo mundano y lo divino que otorga a este lugar una magia hechizante y lo convierte en uno de los puntos más emblemáticos del paseo. Absortos ante el solemne panorama, decidimos sentarnos unos minutos para absorber cada detalle de las impresionantes vistas que nos rodean.
—Amiga, creo que deberíamos seguir. Consciente de romper un silencio reparador mi amigo Jesús entona sus palabras con delicadeza y cierta prudencia.
—Sí, hay que seguir
Suspiro mientras me levanto con cierto recelo- me quedaría aquí una eternidad- pero soy consciente de que aún queda paseo por delante.
Una pequeña pendiente que baja nos lleva hasta Tamarama. Conocida familiarmente como ‘Glamarama’, una primera impresión de la playa deja ya ver el porqué de su sobrenombre. Una visión más cercana de la misma descubre, asimismo, una sorprendente mini versión de la glamurosa Bondi. Siendo Tamarama una playa bastante más pequeña pero, asimismo, más coqueta, no faltan las esculturales figuras y rostros de lo que parecen deidades humanas que elevan el concepto de glamour a su máxima potencia. Mientras muchas de las féminas aprovechan los rayos de sol para broncear sus sensuales rostros y esbeltas figuras, ellos lucen sus fornidos y musculados cuerpos intentando captar la atención de las muchachas. Tampoco faltan los surfistas ‘buenorros’ que se deslizan por las olas cual Kelly Slater y apretados en neoprenos que resaltan sus cuerpos atléticos provocando en ellas- incluida yo- algún que otro suspiro de admiración y secreto deseo.
Son tan solo 700 metros los que separan a Tamarama de la siguiente joya del recorrido. La de Bronte es una playa con un aire bastante más informal y un rollo mucho más relajado y bohemio. Los que la frecuentan hacen alarde de su faceta más desenfadada. Tanto es así que Bronte ha conseguido consagrarse como la mejor playa del recorrido donde disfrutar de distendidos días de playa acompañados de improvisados picnics con amigos o gustosas barbacoas en familia.
Siendo el surf la actividad estrella de estas costas, en Bronte tampoco se ven tantos surfistas. El que sí parece ser un pasatiempo de gran arraigo aquí es el bodyboarding, sobre todo entre los más pequeños. No falta tampoco el chapuzón esporádico o el nado amateur concentrados mayormente en un marco- la piscina natural de esta playa- que ofrece sublimes vistas al mar. La popularidad de la piscina es incuestionable- está hasta la bandera.
Tras un alargado lapso- imposible de estirar más- que nos permite disfrutar del maravilloso escenario que nos rodea y, sobre todo, de su magnético ambiente, me despido de Bronte con cierto abatimiento. Son inmensas las ganas de quedarme para seguir gozando del entorno pero el deber llama- tengo que estar en el trabajo en menos de dos horas- y el tiempo empieza a apremiar.
Aun así, como no podía ser de otra manera tratándose de mi amigo Jesús y una servidora, nos permitimos el lujo de perdernos un par de veces por senderos que no llevan a ningún sitio. La desesperación, y más bien las prisas, hacen que regresemos a Bronte para volver a reubicarnos. Sin rastro de señalización alguna, lo que acaba siendo toda una fortuna, nos topamos con otra de esas deidades masculinas- un ‘guaperas’ australiano en toda regla- que nos indica- derrochando ese encanto surfero tan sensual y atractivo- cómo llegar a Clovelly.
—Amiga, límpiate la baba que te llega hasta el suelo. Me dice Jesús entre risas mientras resumimos el paso.
De vuelta en el paseo, rodeamos otro icónico acantilado desde donde poder divisar con exquisita claridad - y a lo largo de más de un kilómetro- cada uno de los tramos que hemos dejado atrás. Bronte, Tamarama y Bondi- esta última mucho más alejada, pero también presente- aparecen como pequeñas bahías alineadas en perfecta sintonía formando una impresionante orografía donde cada elemento natural tiene una absoluta razón de ser.
—¡Buah! Que impresionante Atino a decir yo.
—¿El hombre ó el paisaje? Me pregunta con picardía Jesús.
—Pues no sabría que decirte.
Ubicada al final de una estrecha bahía, Clovelly ofrece una disposición que dista mucho del arquetipo de playa al que acostumbra Sídney. El océano adopta aquí una peculiar forma longitudinal que hace que la de Clovelly más que una playa en sí misma parezca una prolongada piscina de agua natural, siendo este su mayor atractivo.
Apenas nos detenemos. El tiempo cada vez apremia más. Pasamos por la bahía de Gordon- una playa de lo más pintoresca que recuerda a los pequeños pueblos costeros del Mediterráneo- con ritmo apresurado que pasa a ser gradualmente frenético. Pero, no puedo evitar parar en seco cuando llegamos a Coogee.
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Puede que sea por el gran logro que ha supuesto recorrer a mil por hora el último- y también más largo- tramo del paseo, por el día tan espectacular que hace, por observar su formidable presencia desde un ángulo diferente- la colina de la reserva de Dunningham- o quizá por una poderosa mezcla de todos estos factores el paisaje tan familiar de Coogee se me antoja hoy de lo más extraordinario.
Y, aunque ya no queda tiempo, me entra una necesidad imperiosa de sumergirme en esas aguas que siempre consiguen que me olvide del mundo entero. Soy consciente de que voy a llegar más que tarde al trabajo, pero soy aún más consciente de que son momentos así los que hacen que vivir en Sídney sea un sueño hecho realidad.
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Última edición: 11.08.2024