Recuerdo que, cuando era pequeña, le escribía canciones y poemas a mi novio imaginario. Por las noches, abrazaba a mi oso de peluche y soñaba con mi futuro amado. Lo idealizaba con ojos color café miel, cabello lacio y una sonrisa que hacía que todo a su alrededor se moviera más despacio. No necesitaba conocerlo para amarlo; bastaba con pensarlo.
A los 6 años, tuve mi primer crush: mi mejor amigo. Lo invité a salir, pero su rechazo fue tan rotundo que sentí como si mi cuerpo cayera desde mil peldaños. Fue mi primera gran decepción amorosa. Años después, me encariñé con alguien nuevo cada ciclo escolar, buscando sin cesar esa conexión perfecta que había idealizado de niña.
En quinto de primaria, tuve mi primer novio. Otra vez, ojos color café miel, cabello lacio, pero esta vez con una gran habilidad para el engaño. Cortábamos y regresábamos una y otra vez, un ciclo interminable. El destino, llamado Toluca, nos separó; el tiempo nos olvidó, pero también nos reparó, al enseñarnos que no todo lo que brilla es oro.
Con el paso de los años, conocí a mi primer novio “de verdad”. Fue la primera persona que besé, con la que hice el amor, y la primera que me amó de una manera que me pareció única. Construí mi identidad a partir de esa relación que se convirtió en mi mundo. A veces me gustaría decir que desperdicié mis mejores años, que lo que sentía no era amor, pero mentiría. Al final, entendí que nuestra relación estuvo marcada por la falta de herramientas emocionales y por una ingenuidad que nos llevó a una dependencia poco saludable. Estuvimos juntos durante cinco veranos, y aunque nuestras vidas tomaron rumbos distintos, él siempre tendrá un lugar especial en mi corazón.
Después de la ruptura, mi lucha interna fue profunda. No solo me enfrentaba al dolor de la separación, sino a una crisis de identidad. A lo largo de ese tiempo, me conocí mejor y mi visión del amor cambió radicalmente. Dejé de seguir los estándares de las películas románticas y las redes sociales, y comencé a crear mi propia definición del amor: un concepto universal, pero único en cada persona. Cada relación es extremadamente personal, y aunque muchas veces nos critiquen por no seguir el “modelo” de lo que debe ser una relación, me di cuenta de que el amor no necesita encajar en un solo molde. Lo importante es que sea genuino, que no se base en expectativas ajenas, sino en la conexión real entre dos personas.
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Decidí adentrarme en el mundo de las citas, pero pronto me encontré más desilusionada que nunca. Intenté ser asertiva, pero me decepcionaba ver que la otra parte no se esforzaba de la misma manera. El mundo de las citas en la Generación Z es un laberinto lleno de expectativas poco realistas, personas que evitan la vulnerabilidad y el compromiso, ghosting, y una sobrecarga de opciones que solo crea más confusión.
Cada intento me llevaba a idealizar a mis parejas, solo para sentirme desilusionada cuando las cosas no salían como esperaba. Sin embargo, de cada experiencia aprendí algo valioso. Aprendí que el miedo no debe impedirnos formar conexiones auténticas. Si no nos permitimos ser vulnerables, nunca podremos establecer relaciones significativas.
El amor no es un proceso perfecto ni lineal. A lo largo de nuestra vida, viviremos decepciones, pero cada una de esas experiencias es parte de nuestra historia. Si no nos atrevemos a empezar, no podremos escribirla.
El amor no debe ser el tema principal de nuestra vida, puede que ocupe algunos capítulos o ninguno. Lo importante es ser fiel a nosotros mismos, y a lo que queremos.
La resiliencia ante la adversidad, guiada por el amor y la vulnerabilidad, nos permite luchar contra la superficialidad y encontrar la autenticidad. No necesitamos tener todas las respuestas para amarnos y amar. Eres un ser complejo, contradictorio: débil y valiente, torpe e inteligente. Y eso está bien. También está bien no saber exactamente lo que queremos. Es completamente normal. Lo más importante es que seas honesto contigo mismo y con los demás
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Me he enamorado muchas veces, pero he amado pocas. En cada uno de esos amores, he muerto un poco, pero siempre he renacido. El dolor nunca me venció; al contrario, me salvó. La primera vez que escribí un poema sobre ese sufrimiento, supe que había encontrado mi voz. Entonces, todo cobró más sentido: tal vez nunca estuve muerta, tal vez solo no estaba despierta.
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Última edición: 07.02.2025