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Un paseo por las cascadas del Zambeze

Pocas sensaciones son comparables a la de encontrarte frente a frente con un fenómeno natural de la envergadura de las Cataratas Victoria.

Por Brezo Cardeñosa

paseo-cataratas-victoria.jpg Foto por Brezo Cardeñosa

Vayas a la hora que vayas, pocas sensaciones son comparables a la de encontrarte frente a frente con un fenómeno natural de la envergadura de las Cataratas Victoria.

La foto del mapa que he conseguido sacar por casualidad justo a la entrada del recinto señala que me encuentro en el primer punto de interés de una ruta que comprende 16 miradores.

Llevo, de hecho, varios minutos postrada ante la barandilla de un primer mirador —un tanto solitario— presidido por la imponente estatua de Livingstone y no tengo intención de abandonarlo en un buen rato. Ya desde aquí se vislumbra la grandiosa majestuosidad de las imponentes cataratas.

Con un paso al frente y vistiendo su uniforme de explorador, la mirada de la estatua de Livingstone se pierde ante un paisaje que aunque empañado por una dispersa neblina me deja ya atónita. Ante mí un estrecho riachuelo, donde el agua se mueve a una rapidez vertiginosa, cercado por dos kilométricas paredes de basalto en las que la vegetación se agolpa de forma salvaje y desordenada. A lo lejos, el inicio de una inmensa cortina de agua se desliza incesante hacia un abismo al que cae con soberbia y ferocidad emitiendo un rugido que se oye a kilómetros a la redonda.

Es absolutamente imposible no quedar hechizada por la grandeza y magnitud del paisaje o sentir una gran sensación de plenitud, supongo parecida a la que debió de invadir a Livingstone la primera vez que se topó con las cascadas del Zambeze.

La belleza, casi irreal, y la cautivadora magia que envuelven este lugar hacen que el mundo que me rodea desaparezca por unos momentos para transportarme a una especie de nirvana del que no quiero despertar.

Es además en ese delicioso trance cuando la emoción acaba sucumbiendo al delirio paisajístico y se apodera de mí un mar de lágrimas que no lucho por contener. La ocasión, desde luego, no merece menos aunque el surtido de clínex que me acompaña va menguando a pasos agigantados. Lo cierto es que me quedaría ante esta panorámica toda una eternidad, pero el parque nacional tiene unos horarios y mi peregrinación no ha hecho más que empezar. Así que, toca continuar con el recorrido.

A medida que avanzo veo, asimismo, como la multitud se va haciendo más y más notoria y deduzco, con cierta desazón, que la intimidad de la que he disfrutado en mi primer encuentro con las cataratas ha sido un golpe de suerte fortuito, quizá un guiño del gran explorador al que tanto admiro, que seguramente no se vuelva a repetir. Aun así, mi grato consuelo es un paisaje sublime que no cesa de sobrecogerme.

cascadas zambese

En los miradores sucesivos la grandeza de este singular marco viene marcada por el contraste de movimientos que protagoniza el río Zambeze en su recorrido hacia el abismo. Mirando a la superficie, atisbo las aguas de un rio que da la sensación de discurrir con calma y sosiego. A los ojos del visitante, quizá un tanto inexperto, las aguas parecen seguir su curso de una forma mansa e impasible e ignorantes quizá del duelo del que están a punto de ser partícipes. Ofrecen una estampa de serenidad absoluta.

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Sin embargo, esa docilidad queda repentinamente perturbada por un inesperadso salto en el que las mismas aguas, hasta ahora sosegadas, se agolpan a los pies de un precipicio con el que luchan agitadas y embravecidas, pero sin éxito alguno, por no caer al abismo. Un espectáculo que es acompañado de continuos suspiros de admiración y flashes de cámaras que, como las aguas del Zambeze, trabajan incesantemente. Pero, estas últimas lo hacen para perpetuar cada movimiento de ese desafío que nos tiene a todos tan embelesados y sin movernos del sitio un buen rato.

El ecuador del recorrido me lleva a la zona de las cataratas principales, el enclave donde la poderosa cortina de vapor se muestra ahora en todo su esplendor y desata en mí un abanico de emociones que revitalizan al unísono todos mis sentidos.

Mantengo los ojos abiertos como platos durante un buen rato para grabar en mi retina cada detalle de este momento; cada color, cada forma, cada movimiento. Y, una vez tengo un retrato detallado del paisaje en mi mente, cierro los ojos para oír, si cabe con más fuerza, el estruendo que produce el agua al caer con tremenda ferocidad al abismo.

Un rugido tronador que en los primeros miradores se percibe como una melodiosa resonancia, cuya sonoridad va en crescendo a medida que el visitante avanza por el parque y que llega aquí a su máxima sonora, haciéndose así eco del nombre tan acertado con el que los locales bautizaron estas cataratas, Mosi-ou-Tunya (el humo que truena). Un rugido que sacude todo mi cuerpo mientras una incesante ráfaga de agua, que se siente como un chispeo, va colándose por toda mi ropa y acaba empapándome hasta los huesos. Pero, no me aparto.

cataratas victoria

Permanezco quieta, con los ojos aun cerrados pero con la boca bien abierta para saborear las gotas de agua que me van llegando de las cataratas. Inhalo además con fuerza el aire puro que se desprende de una naturaleza salvaje y exuberante a la vez que acerco aún más el rostro hacia la inmensa cortina de agua para seguir empapándome de esa fuerza vital que arrastran consigo estas aguas.

No soy la única. Son varios los visitantes que, como yo, no parecen querer marcharse sin ser rebautizados por esta masa de agua.

Deseamos sentirnos parte, aunque sea por un instante, de tan increíble obra de la naturaleza.

Una experiencia única que hace que me dirija hasta el último enclave de la ruta borracha de felicidad y consciente de que ya nada puede superar lo vivido hasta el momento. Pero, las cataratas tienen preparado un exquisito broche final con el que despedirse por todo lo alto y sellar la magia de un recuerdo más que inolvidable.

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El mirador que finaliza la ruta está a escasos metros y cuando llego he de usar todo tipo de artimañas para escurrirme entre una muchedumbre que se congrega expectante alrededor del mismo. Una vez consigo posicionarme en primera línea de visión, me da un vuelco el corazón. Un inmenso doble arco iris se cuela glorioso por las cascadas, brillando con una fuerza electrizante y dibujando una estampa idílica. Una vez más, se me hace imposible contener las lágrimas. Mi felicidad en estos momentos es plena. Ahora sí, soy consciente de haber vivido una experiencia que creo pocas veces repetiré. Gracias, gracias, gracias Mosi-ou-Tunya.

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Última edición: 18.04.2023