Son las 12 de la mañana, hace un sol de justicia y un calor un tanto sofocante mitigado tan solo por una placentera brisa marina que es la que me ayuda a tenerme aún en pie. Y, es que llevo 5 horas de avión, 7 horas nocturnas y a la intemperie en el aeropuerto de Faleolo, 45 minutos de ferry y otras dos largas horas en un autobús local que me ha llevado por casi toda la isla. Habiendo dormido además escasas dos horas en día y medio se me ha antojado un tanto difícil ubicarme en el paraíso así como dejarme llevar por el “Fa’ a Samoa”- ese modo isleño de hacer las cosas- que tanto caracteriza a la cultura samoana.
No sé ni cómo tengo fuerzas para caminar. Pero, la poca energía que me queda consigue llevarme a mi alojamiento playero donde me encuentro ahora ante un paisaje de postal isleña con una playa de ensueño en algún lugar del pacifico donde no se ve un alma. Señores, ¡ahora sí estoy en el paraíso!
Una vez registrada en una caseta utilizada como oficina y abonado el importe a cubrir por mi estancia, me dirijo al que será mi hogar en esta parte del mundo. Una especie de cabaña- que se hace llamar beach fale- a pleno pie de playa- recreando el estilo de las tradicionales viviendas samoanas- y que consiste en un techo de paja, varios postes cubiertos de esterillas que hacen además las veces de paredes y un suelo de madera con tan solo un modesto colchón- y único enser- en el que caigo rendida.
Las fuerzas no me dan ni para quitarme la ropa. Al fin y al cabo, llegar al paraíso no ha resultado ser una tarea tan sencilla como esperaba. Pero, las vistas desde mi humilde morada no pueden ser más impresionantes.
Perpleja ante tanta belleza me envuelve de repente una maravillosa sensación de paz, relax y absoluto bienestar.
La ardua lucha por llegar al paraíso queda repentinamente borrada del recuerdo. ¡He descubierto el edén!
El placentero estado de trance se perpetúa durante tres días en los que mi vida se reduce a levantarme con el maravilloso sonido del océano, pasar el día deambulando por playas vírgenes y solitarias así como bañarme en aguas cálidas y cristalinas durante horas y acostarme a pie de playa acompañada por un silencio tan solo roto por el ronroneo de unas olas que desaparecen antes de llegar a la orilla. ¿Se puede pedir más? En el caso de Samoa sí.
El disfrute de esta eterna estampa idílica, va acompañado de suculentos desayunos y cenas al más puro estilo samoano en un comedor abierto a pocos metros de la playa. Un continuo desparpajo de recetas locales que desprenden irresistibles y maravillosos aromas tropicales que despiertan un apetito feroz en cada uno de los huéspedes.
Si los desayunos presentan platos repletos de fruta fresca- mayormente plátano, papaya, piña y coco- acompañada de deliciosas tortitas y tostadas varias, las cenas se convierten en un despliegue de tradicionales y abundantes platos de carnes y pescados en los que no falta el palusami- hojas de taro cocidas con crema de coco- o el oko- pescado crudo en crema de coco. Sabores de los que recelo en un principio, pero a los que me acostumbro con suma rapidez. Eso sí, no es extraño que me quede salivando un buen rato esperando a que llegue el delicioso manjar. Los platos van viniendo a su ritmo, sin prisas y con muchas pausas- haciendo honor al lema de la isla. Y cuando algunos de los comensales están acabando sus guarniciones, otros empezamos a degustarlas.
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Sin embargo, no hay lugar ni para la desesperación ni para el aburrimiento ya que la espera queda amenizada con entretenidos espectáculos protagonizados por los diferentes miembros de la familia- con parentescos interminables- que regenta este alojamiento- Tanu Beach Fales. Muchachos y muchachas que, encargados de ambientar las paradisíacas noches samoanas, tan pronto se ponen a tocar la guitarra al son de cánticos y ritmos samoanos como nos deleitan con danzas tradicionales o impresionantes malabares de fuego- las famosas fiafias.
Eventos en los que al principio los contados huéspedes que nos reunimos a la hora de la cena evitamos todo tipo de involucración. Intentamos, como buenamente podemos, pasar completamente desapercibidos sin atrevernos siquiera a aplaudir- no vaya a ser que llamemos en exceso una atención indeseada- y resoplando aliviados cada vez que nos descartan de la participación de algún cántico, baile o fiafa. Un sentido del ridículo que parece obviarse en una segunda cena y desaparecer por completo en la tercera.
Pasado el trance de la primera noche, los cánticos samoanos se acompañan de vítores, aplausos y súplicas porque no cese la acción en noches sucesivas. No somos pocos los que además nos dejamos llevar por algún que otro ritmo isleño uniéndonos a danzas que ahora bailamos como si en ello se nos fuese la vida. Algunos, incluso, se ofrecen hasta voluntarios para ser partícipes de todo tipo de shows y otros se cuelan en los mismos aunque no hayan sido invitados.
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Sí, es lo que tienen las noches samoanas. Una magia contagiosa que hace que aparquemos por completo la vergüenza y nos lleguemos a convertir en una pequeña familia con unas ganas locas de exprimir al máximo nuestra experiencia en la isla.
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Última edición: 02.04.2023